Alabad a Dios en su santuario; Alabadle en la magnificencia de su firmamento. 2 Alabadle por sus proezas; Alabadle conforme a la muchedumbre de su grandeza. 3 Alabadle a son de bocina; Alabadle con salterio y arpa. 4 Alabadle con pandero y danza; Alabadle con cuerdas y flautas. 5 Alabadle con címbalos resonantes; Alabadle con címbalos de júbilo. 6 Todo lo que respira alabe a JAH. Aleluya. Salmo 150: 1-6
Cuando le pedimos a Dios que obre en nuestras vidas, presentándole nuestras necesidades en oración, podemos esperar con confianza que Él nos escuche y nos responda. Con demasiada frecuencia probamos casi todo lo demás excepto la oración, utilizándola solo como último recurso. “codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís.” (Santiago 4:2). Cuando oramos y recibimos la respuesta de Dios, no debemos dejar de darle gracias y alabarlo. Parecería que eso sería fácil y natural, pero la historia y nuestra propia experiencia dicen que no lo es. A menudo, cuando Dios ha hecho más por nosotros, no lo apreciamos. Cuando no alabamos las bendiciones de Dios, estamos en un camino peligroso.
Esto fue lo que hicieron los hijos de Israel una y otra vez. “Olvidaron al Dios de su salvación, Que había hecho grandezas en Egipto,” (Salmo 106:21). Cuando nos disponemos a alabar a Dios, nunca nos faltarán cosas por las cuales dar gracias. Nada de lo que Él ha hecho por nosotros es por nuestra bondad o esfuerzo, sino por Su gracia. La alabanza es una de nuestras herramientas más poderosas para desarrollar la humildad y mantener a Dios en primer plano en nuestros corazones y mentes. Solo Él merece toda la alabanza y la gloria, y es nuestra responsabilidad dársela. La alabanza no solo impacta nuestras vidas, sino que toca las vidas de todos los que la escuchan.
Principio de valor para edificar una vida espiritual: Alabar a Dios nos protege del orgullo y alienta a los demás a confiar más en Él.
