Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. 2 Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; 3 pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. 4 Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. 2 corintios 5:1-4
Cuenta la historia que poco antes de morir a los ochenta años, Juan Adams se encontró con un amigo en las calles. El hombre le preguntó: “¿Cómo está Juan Adams?”. El anciano le respondió: “Juan Adams está muy bien, gracias; pero la casa en la que vive está lamentablemente deteriorada. Se tambalea sobre sus cimientos. Las paredes están muy destrozadas y el techo desgastado. El edificio tiembla con cada viento. Y creo que Juan Adams tendrá que mudarse pronto. Pero él está muy bien”.
Todos enfrentamos la realidad de que, a menos que el Señor regrese, nuestros cuerpos envejecerán y eventualmente moriremos. Sin embargo, quienes hemos confiado en Cristo como nuestro Salvador tenemos la maravillosa promesa de un cuerpo nuevo y perfecto en un lugar perfecto. Este mundo no es todo lo que hay. Y como dice el Himno, el mundo no es nuestro hogar. Solo estamos de paso por esta vida camino al Cielo. No sabemos cuánto tiempo viviremos, pero sí sabemos qué sucederá cuando esta vida termine. Si llega el día en que nuestros cuerpos terrenales sean sepultados, seguiremos vivos. De hecho, estaremos más vivos que ahora y estaremos en la presencia directa de Dios. Como escribió Pablo: «Estamos confiados, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Corintios 5:8).
Principio de valor para edificar una vida espiritual: Gracias a las fieles promesas de Dios, el cristiano nunca debe temer al futuro