Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador.
8 Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. 9 Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. 10 Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.
Lucas 19:7-10
Cuando Jesús vio a Zaqueo subido al sicómoro de Jericó y le pidió que bajara, no todos estaban contentos. Como publicano, Zaqueo, que era judío, cooperaba con los gobernantes romanos del país y se le permitía quedarse con todo lo que recaudara en impuestos que excediera su cuota. Había pocas personas más odiadas en Israel por los demás judíos que los publicanos. Eran rechazados, criticados y, a veces, incluso atacados. Sin embargo, Jesús no vio a un colaborador del enemigo ni a un recaudador de impuestos, vio a un pecador que necesitaba la salvación.
Los quejosos no tenían ninguna duda de que Zaqueo necesitaba la salvación. Su problema era que no querían que la recibiera. Su mayor problema era que no creían que necesitaran la salvación. Nuestra sociedad anima a las personas a ser felices con su forma de ser y condena a quienes piden arrepentimiento. Sin embargo, cada uno de nosotros está condenado ante un Dios santo, y nuestra única esperanza es la salvación que Jesús vino a proporcionar, y nunca debemos olvidar esa verdad.
Charles Spurgeon dijo: “Mira cuán roja es tu culpa. Observa la mancha escarlata. Si lavaras tu alma en el Océano Atlántico, podrías encarnar cada ola que baña todas sus orillas, y sin embargo, las manchas carmesí de tu transgresión aún permanecerían. Pero sumérgete en la “fuente llena de sangre, extraída de las venas de Emanuel”, y en un instante serás más blanco que la nieve. Toda mancha de pecado habrá desaparecido, y se habrá ido para siempre”.
Principio de valor para edificar una vida espiritual: Recordar que nosotros también somos pecadores nos impide enorgullecernos de nuestra salvación.